lunes, 21 de noviembre de 2011

LA PARTIDA

PARTE 1

Un inocente juego de cartas; envido y cinco más, servía de distracción a cuatro de las veinte personas que nos encontrábamos en aquella ignota sala, de oscuridad blanca y presumiblemente limpia, esperando eterna e insoportablemente, durante ya al menos dos horas, la llamada que produjera el inicio del anhelado programa de televisión.

Me encontraba pues junto a tres desconocidas personas envidando, viendo, sonriendo, juzgando sus actitudes, barajando y repartiendo cartas, cuando el aviso hizo, al fin, interrumpir ese juego material donde yo sólo puedo vencer a las cartas o a la otra pareja. Sin embargo, mi partida de mus se empezó a establecer en otro sentido; donde las cartas pierden valor, donde las señas se convierten en realidad palpable, se hacen verdaderas y la relevancia la adquieren las miradas, los susurros..., donde las insinuaciones se transforman en órdago a la “grande”, donde mi pareja de cartas, mi nueva conocida, se convertiría en futura contrincante de un juego paralelo en el que gana aquél que venza al amor.
Obsesionado por pretender una nueva partida, procuré asegurar que el juego comenzara, a ser posible, esa misma tarde, aunque para ello, tendría que establecer un contacto más profundo con mi reciente enviada.
Aquel aviso nos condujo, de esa sala, fría y sesgadamente, a través de rojos pasillos, al gran estudio de trabajo; plató televisivo impregnado de rayos catódicos, de focos ardientes de emoción, y deseosos de iluminar los rostros de los más variopintos y famosos personajes del país, de etéreas cámaras impacientes por reflejar la perfección visual, de otras personas que venían de lugares lejanos con la ilusión de escuchar y sentir lo nunca escuchado y sentido por ellos jamás.
En nuestro caso, en el caso de las veinte personas trasladadas en última instancia al estudio, sólo un sucio papel, veneno de las mentes humanas, alimento de vicios ocultos, nos ordenaba aplaudir, sonreír y hacer cuanto nos fuese marcado por los regidores del programa.
Situación espacial: ella en un extremo yo casi en el otro. Calor, color, asfixia y sequedad sentí cuando me distanciaron lamentablemente de su figura. Tenía que conseguir acercarme a ella como fuera, por lo que mi respuesta no se hizo esperar. Después de varios minutos de desesperante e inquietante pero ilusionada perseverancia, conseguí vencer la inseguridad que persigue mi sombra al alcanzar mi objetivo.
Durante las tres horas que duró el programa, mantuvimos una charla amena, divertida..., aunque mejor se podría decir que mantuve un casi ininterrumpido monólogo en el que su sonrisa brillante invadió y sedujo mis pensamientos. Quizás la convencí, quizás la seduje. No lo sé. Lo que sí puedo afirmar es que entre nosotros surgieron las primeras risas unidas por miradas delatoras de una posible conexión mutua, caminaron entre palabras vanas, sutiles tocamientos de inocencia perdida que para mí, significaron algo más que roces casuales.
Finalizada la grabación, nos dirigimos cansados al autobús que debía llevarnos de vuelta a la gran ciudad. La luz inexistente dentro de él generó un halo de intimidad entre los dos, que hizo del viaje de regreso un paseo por inciertos caminos de aromas ambiguos. Una conversación suave y superficial sirvió para que, ella y yo, pudiéramos intercambiar nuestros números telefónicos y así poder comenzar el verdadero y maravilloso juego que yo tanto deseaba iniciar: el juego del amor.


PARTE II

Reconozco que estaba deseando llamarla, pinchar los dígitos que me condujeran a su voz, pero lo que más deseaba era que fuese ella quien tomara la iniciativa. Y todo porque necesitaba, de nuevo, oler e impregnarme de su sonrisa, fértil y acogedora, maravilloso mundo de nuevas sensaciones, y otear peligros y emociones a través de su disfraz de tierno animalito, envoltura engañosa de realidad opuesta, de dualidad inalcanzable, de pensamientos inescrutables.
Su voz silenciosa, suave y dulce, canción de cuna para niños mayores, escondida en una falsa timidez, produjo en mí un incontrolable mar de dudas, un irrefrenable apego a sus quedos, a sus susurros cercanos a mis ya exhortos oídos.
Su mirada, imprecisa e incisiva, loca y tranquila, recta y frágil, libre y fogosa, extraña rosa fijada en mi interior, seduce aquello que fijan sus ojos redondos y negros pero de diafanidad infinita, de presumible sinceridad, limpia y blanca, de transparencia cristalina. Ellos hacen brillar su rostro, potenciado por sus labios, perfilados perfectamente y dibujados para anunciar las más increíbles marcas de diseño. Pero todo, todo, se cimenta en lo más opaco y oscuro de su cuerpo: las olas salvajes de mar salado que parcialmente interrumpen la totalidad de su cara.
Todo aquello lo podía ver ante mí cual maravillosa selva virgen excluida de la mano salvaje del hombre, de las máquinas que lo destruyen todo, sin saber apreciar la perfección que tienen delante. Pero no sólo eso, sino también pude palpar su tersa piel, sutil como el verdadero ingenio, y oscura como una noche misteriosa de luna llena.
Inmerso en ella, en toda ella, me encontraba pensando, o mejor dicho, decidiendo si debía ser yo quien barajara y repartiera las cartas o por el contrario, ella debería hacerlo por mí. Finalmente, y gracias a la providencia, recibí la esperada llamada. Por fin partida había comenzado: las cartas sobre la mesa y el viaje iniciado por recíprocas voluntades. La cita, la primera cita, fue su primer envite a la “grande”. Yo lo vi y envidé a la “chica”, al imponer una hora, un lugar y un día concreto. El emocionante juego se emplazó pues hasta ese momento.


PARTE III

Domingo. Seis de la tarde. Una plaza céntrica repleta de ociosos. Llegué primero. Mientras esperaba su llegada estudié mis cartas: ¿envidar o dejarme envidar? Las observé de nuevo, las estudié y revisé dándome cuenta de que no eran lo suficientemente buenas; la irresistible atracción que sentía por ella, la imperiosa necesidad de tomarla entre mis brazos me descentraban, obstruían mi mente y la hacían cada vez más ciega. El amor estaba venciendo al juego.
Al fin llegó. Se acercó con pasos firmes hacia mí. Me saludó, Me envidó a “pares” al imponer nuestro destino: un cine, una película, aunque para ella no importaba cual. Yo, sorprendido ante su decidido juego, no fui capaz de ni siquiera ver su envite, sólo cogí su mano y me dejé llevar.
Mientras nos acercábamos al cine, a pesar de la polución provocada por enormes coches de imperdonable belleza, su olor, penetrante fragancia de dulces aromas verdes, rojos y amarillos, me impedía centrarme en el “juego”. Éste no era malo pero tampoco demasiado bueno. Mientras la observaba, sólo podía pensar en besarla y poseerla para siempre, y no en qué estratagema seguir para ganar la partida.
Se mantuvo un eterno silencio durante el rápido paseo interrumpido en contadas ocasiones por superficiales comentarios. El desembolso económico nos condujo a la fila décimo primera.
Apenas pude disfrutar de la que decían una maravillosa interpretación del protagonista, de unos cambios de planos magistrales, de ironías a raudales, de contrastes luminosos impecables y de un final inesperado. Mis pensamientos se enfrentaban a la efímera duda del envite.
Cuando se encendieron las luces de la sala, opté por el riesgo: cinco al “juego”. Esperaba así, asustarla, frenarla en sus deseos de apabullante victoria, pero conseguí envalentonarla más. Cinco más. Me engañé a mí mismo al ver las diez cuando más tarde me di cuenta de que no estaba preparado para afrontar una empresa semejante: el amor era demasiado fuerte todavía.
Mis cinco al “juego” habían consistido en llevarla a un lugar algo íntimo, una cafetería clásica, de luces apenas existentes y de parejas ansiosas de gritos de silencio y acaricias permanentes.
Fue evidentemente, como pude comprobar, un triste error de cálculo. No estaba en condiciones de soportar el ansia de alcanzar su orilla. Tras casi una hora en la que pude frenar a duras penas mis instintos, terminé dejándome llevar por su sonrisa pecadora. La besé, sí, lo hice, y me arrepiento, no por el hecho de que no me gustara, todo lo contrario, aquello fue un baño en mi interior que colmó mi fuego, sino porque descubrí que los inicios de mi partida eran más desfavorables de lo esperado. No conseguí sumar ni un punto, incluso ella me ganó la “chica”.
Alegre porque el amor existía entre nosotros, pero triste por la carencia de “piedras” en mi poder, me despedí de ella tras un largo y cálido abrazo que me mostró con los ojos cerrados los colores que conforman su interior.


PARTE IV

Una semana fue el tiempo que nos concedimos para retomar la partida. Durante ese periodo, estudié mi nueva estrategia (atacar donde más duele) para obtener los necesitados puntos, realizando fuertes apuestas y sobre todo, resistir a mi imperiosa necesidad de extraer su esencia, y así igualar la contienda. Debía tomar la iniciativa del juego pero, ante todo, arriesgarme, arriesgarme o morir.
La emplacé en mi propio terreno; mi estancia, mi vivienda comunitaria, compartida por otros que se encuentran en la misma carencia económica que yo. No sólo la invité a ella sino también a sus amigas para así evitar caer en el influjo maligno que produce mi difícil y hermosa contrincante. Además, asistieron a la que llamé “Fiesta de Noviembre”, amigos que viven fuera de la gran residencia, lugar donde yo no puedo llevar la voz cantante debido al estrecho marcaje al que estoy sometido, junto a todos los que vivimos allí, por el jefe, el líder, monarca autoritario que dirige y controla la administración del bloque en el que transitamos día y noche.
La gente comenzó a llegar, deseosa de calor y amor, de refrescos y alcohol. Yo, por el contrario, tenía la responsabilidad de organizar, coordinar y dirigir la ingente fiesta para evitar sucesos desagradables que pudieran provocar la ira del cesar implacable, aunque hubiese preferido unirme a mi chica con esperanza no de amarla, sino de vencerla sin compasión.
Tenía mis cartas bien escondidas, no quería descubrir mi juego. El farol debía estar iluminado por luz intensa pero de opacos reflejos para así hacer creíbles mis falsas intenciones.
Comenzó ella. Me sudaban las manos y el corazón palpitaba taquicárdicamente cuando vislumbré su figura avanzar hacia mi con magnánime elegancia. Había abandonado sin clemencia a sus amigas para jugar conmigo. Yo comprendí rápidamente que, para vencer, debía escuchar con precisión mi razón y dejar a un lado mis instintos.
Sucedió muy deprisa: me envidó a la “grande” y a la “chica”. Presentí que era un farol y subí las apuestas ‘ordagueando’ con seguridad. Sí, conseguí su inmediata retirada y mis primeras “piedras”.
Me sentí más conforme conmigo mismo. Me autofelicité por la pequeña victoria y me apresuré a buscarla porque quería zanjar los “pares” y el “juego” sin concesiones.
La encontré en la sala más amplia y oscura, repleta de watios musicales, de baile incesante y de rincones de amor perecedero pero disimulados por el anonimato de la confusión. Disparé cinco a sus “pares” pero cual fue mi sorpresa cuando me dobló la apuesta. Reconozco que no me lo esperaba. Posiblemente dos “pitos” y dos “cerdos” escondían sus cartas. Esto me descompuso y no fui capaz de aguantar la afrenta. Prefería esperar mi envite al “juego” ya que supuse que ni siquiera lo tendría.
De todas formas, me abandoné en una calma total. Abrazado a ella, dejé de escuchar los ecos del bullicio. Sólo sentí su cuerpo dejándolo en el mío, proporcionándome amor peligroso en lugar público. Nos perdimos mar adentro, en el rincón más lejano de la gran sala. Nos respiramos, nos desvivimos, nos olvidamos del frío y del calor, nos encendimos el uno al otro. Fuimos arrastrados hacia una extraña y maravillosa isla, exenta de odios y cartas.
El destino de la primera parte del gran mus estaba escrito. Lo supe cuando terminó la fiesta y descubrió sus cartas. Sorprendentemente tenía “la una” y era mano sobre mí. No lo podía creer.
Después de mi fracaso, me dejé llevar por la pasión desatada. Anhelaba llevarla allí donde mi vida se vuelve más íntima, al rincón más personal, a la estancia más privada que poseo, lugar en el que ella, imagen femenina de mi deseo masculino, inocente sonrisa de mirada perversa, no puede penetrar. Son normas de la casa.
Mi ciego amor se declaró con un ruego, una súplica hecha para sentirla aún más dentro de mí en una intimidad absoluta, en una oscuridad silenciosa.
Decidido estreché su mano con energía inusual, reflejo de diáfana esperanza. Subimos las escaleras: tres pisos, dos minutos, y frente a mí, un pasillo iluminado por luces infernales de purpurina roja, que nos condujo hacia una puerta cuya llave de apertura sólo yo poseo. La cogí fuertemente con mi mano derecha y la introduje en la cerradura; pero antes, miradas cómplices presagiaban la tormenta venidera.
Mi juego estaba perdido, aunque en esos momentos, no me importaba. Sólo quería poseer y poder deslizarme entre sus curvas. En la privacidad de un dormitorio concluimos la noche. El amor venció y el ansia se colmó entre dulces jadeos y agua caliente. Mi cuerpo, estremecido, se arrodilló convulsionado por sus implacables movimientos, se rindió cual gran bandera blanca, y extrajo el mar que su cuerpo emana, regalándole al mismo tiempo mi savia más preciada.

PARTE V

Para continuar la partida con ciertas probabilidades de victoria necesitaba tiempo en solitario, distracción y esparcimiento, huida de sus aterciopeladas palabras y brillantes curvas. Me tomé tres días de descanso, de recapacitación y larga búsqueda de razones por las que seguir jugando y no amando. Encontré tres, suficientes como para no rendirme al amor: prestigio, estima personal y la tercera y definitiva, mi autocontrol.
El cuarto día, vencido por la impaciencia, quise repartir las cartas pero me fue imposible ya que se encontraban en su poder. Ella, por lo tanto, debería reiniciar la partida y continuar así con la segunda parte del juego mediante una llamada telefónica.
Cigarros y cigarros consumieron mi espera intranquila y mi implacable deseo de espiar su inabarcable mundo de ocultas reflexiones. El teléfono sonaba una y otra vez, pero mi anhelante hambre de sus palabras se incrementaba cuando descubría que no era su voz la que escuchaban mis oídos.

Oscuridad y silencio. Silencio y oscuridad. Aire, viento, frío. Negro, todo negro, fuera y dentro, arriba y abajo, a derecha y a izquierda. No veo nada. Mi alrededor se diluye y desvanece. Estoy yo, sólo yo, en medio de un extraño vacío. Corro, corro. Asustado, aturdido. Sigo corriendo. ¿Todo ficción figurada?Ahora oigo. Sí, oigo algo. Pequeños susurros se introducen en mi interior. Me piden que siga corriendo más rápido en una extraña carrera dentro de un negror infinito. Sigue, sigue, sigue, me gritan ahora, sigue, sigue. Yo corro y sigo corriendo.
Por fín vislumbro algo a lo lejos. Dios, ¿qué será?. Parece una luz. Sí, es una luz roja y muy brillante. Me estoy acercando. Parecen unos luminosos. Forman una palabra. La partida. Bajo ella, una entrada en forma de puerta. Las voces me dicen que entre. Entro. Inquietud, miedo, frío. Un pasillo de luces más rojas todavía, infernales. Todo rojo. Ahora calor, mucho calor.
Fín del pasillo. Una mesa y sobre ella una baraja de grandes dimensiones. Me dicen que coja mis cuatro cartas. Lo hago. Las miro. En todas aparece ella. Ningún número, ni “pitos”, ni “cerdos”. Ves, me imploran, sigue luchando. Vence, vence, vence...
Los gritos me producen dolor. Me tapo los oídos, lanzo las cartas, tiro la mesa y me vuelvo corriendo. Grito, grito, grito. Vuelvo mi cabeza hacia atrás. Las cartas me persiguen. Terror, pánico, horror...



Abrí los ojos. Estaba sudando y mis ropas se encontraban parcialmente humedecidas. Me pregunté si me estaba volviendo loco aunque pronto descubrí la verdadera razón de esa pesadilla. Evidentemente, las cartas me necesitaban; debía liberarlas de ella pero tendría que crear un escudo protector: la distancia, para evitar caer en sus tentadoras garras.
Al día siguiente, la montera parlante sonó con cierta intensidad. Supuse que tras sus pitidos me encontraría con las cartas ya repartidas.
Me preguntó dulcemente cómo estaba y qué hacía. Yo, al ver mis cartas, le respondí con evasivas. Necesitaba darme un mus. Repartió de nuevo y tras descartarme de tres, recibí dos “cerdos” y un “pito”: solomillo.
Siguió preguntándome ahora si había salido y si me estaba divirtiendo. Mis falsos, pero creíbles síes, supusieron sendos envites a “grande” y a “chica”. Su sorpresa y posterior silencio significaron “dos piedras” en mis manos.
En esos momentos me sentí fuerte, seguro de mí mismo. Sin embargo, todavía dudaba: no sabía si lanzar mi siguiente envite, los pares, a través de la línea telefónica o hacerlo personalmente. Mi silencioso dilema fue roto por su atrevida apuesta a pares: ¿nos vemos esta tarde? -me preguntó. Concentrado en la partida, inmerso en ella, evité la fácil tentación del sí. Mi rotunda negativa reflejó mi importante victoria. El juego estaba cantado: mi calma, mi solomillo avalaban mi futura decisión.
Me pidió razones, explicaciones ante lo que para ella eran respuestas inimaginables. Supe en ese momento que la partida viraba a mi favor ya que estaba cayendo en el fatal error del amor. La tenía entre mis brazos, me tenía en sus pensamientos, sumida en una inexpugnable cárcel del deseo. Mi excusa, mi sencilla excusa y un posterior “te llamaré mañana” completaron una jugada magistral.
La misma hora pero al día siguiente. Se repitieron las preguntas aunque yo ahora poseía cierta ventaja y mayor confianza por las “piedras” acumuladas.
Las cartas ya repartidas. Mi impredecible decisión en “grande” y “chica” me coparon aún más en lo que parecía una fácil y presumible victoria. Sin embargo, sus arriesgadas cinco “piedras” a “pares” fueron lo suficientemente atrayentes como para que, a pesar de que no tenía ni medias, me la jugara.
Me sentía firme, lúcido, no cegado por su luz, aunque está claro que la fría y larga distancia telefónica nunca se podría comparar con el calor que dos cuerpos unidos por la intangible prisión del roce casual sienten.


PARTE VI

Con premura cambié mis ropas, disfrazando así mi alma; acicalé con aromas cautivadores mi joven piel y me lancé hacia una arriesgada confrontación corporal en la que, a pesar de mi ventaja, una terrible incertidumbre pesaba sobre mi cabeza.
Al verla, creí intuir a través de su escueta sonrisa y mirada altiva pero sugerente, que sus pasos serían firmes y calculados. El primero de ellos lo realizó mediante dulces besos, impregnados de caramelo y escogidos entre un caluroso repertorio, que iniciaron un camino que, de dejarme llevar por él, significaría la caída hacia un vacío sin retorno.
Me sugirió, cinco al juego, una cafetería de efímera moda y repleta de luz natural. Ojeé disimuladamente mis cartas y a pesar de no tener ni “la una”, ni “la dos”, accedí: si son cinco, que se vean cinco.
Allí, sentados cómodamente en anchos butacones forrados de clara piel, solicitamos nuestras consumiciones, al tiempo que descubrimos nuestras cartas, nuestros sentimientos, casi ilícitamente, pero sin llamar la atención; comprobé que mi ventaja se mantenía aún habiendo fracasado en la última apuesta.
Quise seguir jugando y me apresuré a repartir cartas. Las observamos, nos acariciamos; las estudiamos, nos besamos; las seleccionamos, nos miramos; las descartamos, nos separamos. Tras estos momentos preciosos de tierna indecisión, surgieron las palabras.
Nervioso por la intensidad del momento, quise emplazar el juego en otro lugar donde la intimidad existente pareciese menos evidente. Después de no pocas vueltas, entramos en un pequeño pub de altos watios y bajas luces de intermitentes cadencias, para terminar el juego.
Me envidó a la “grande” al proponerme una copa. Supuse que quería limitar mis reflejos pero aún así, accedí al envite y además, aposté diez a la “chica”. Ella, copa en mano, me devolvió las diez con un órdago inesperado. Me acobardé y después de beber algo de alcohol, nos encaminamos hacia un rincón de la sala para disputar las definitivas “piedras”.
En aquellos instantes yo ya me encontraba algo aturdido, pero esa sensación se incrementó cuando de pequeñas caricias e inquietos besos, su mano, perversa y pícara como ninguna, quiso reivindicar protagonismo por todo mi cuerpo. El órdago a “pares” era excesivamente sugerente; mi vacilación fue, yo diría, natural. Me enfrentaba a dos posibles elecciones: saciar mi deseo y dejarme perder, o fingir ausencia de necesidad y ver su órdago para posiblemente ganar.
Decidí finalmente que se llevara los “pares” en pase cuando le supliqué al oído que dejara su mano quieta, poniéndole como excusa un pudor inexistente.
Quedaba sólo el “juego” y las distancias se recortaban alarmantemente. Sopesé mis cartas y decidí que debería darme prisa si no quería hundirme en su desaforada belleza. Ella presintió que mi debilidad iba in crescendo por lo que su órdago al “juego” se repitió pero con la misma acción que la anterior: manos allí donde todo se vuelve inmenso, y adquiere potencia y rigidez.
Cerré los ojos y pensé en las cartas, en las mías y en las suyas, pero el placer indescriptible que sentía me bloqueaba la mente; así que abrí los ojos y centré mi mirada en los suyos, logrando descifrar sus pensamientos malévolos de posible victoria. Tenía que evitar semejante deshonra y tras latidos arrítmicos de mi nervioso corazón, desplacé con agitada decisión mi cuerpo alejándolo del suyo. Mi “juego” era más alto: “cuarenta” frente a “treinta y seis”, por lo que, con orgullo, igualé la contienda. Ahora quedaba iniciar la tercera y definitiva parte del mus.


PARTE VII

Seguro de mí mismo, repartí las cartas antes de dejarla marchar. De primeras dadas recibí tres “cerdos” y un “caballo”. Ella solicitó “mus” desesperadamente, pero al no ser yo mano sobre ella, decidí jugar: le pedí que me acompañara a una cabina telefónica porque, mintiéndole burdamente, le dije que tenía que realizar una llamada urgente.
Nos dirigimos hacia una cabina y dentro de ella levanté el aparato para marcar unos números dibujados en mi mente. Comencé con mi interlocutor una vana conversación aunque de vital importancia dentro de la partida. Mientras hablaba, esperaba impacientemente el ataque de mi contrincante. Me mantuve a la expectativa unos instantes hasta que al observar su indecisión la miré sugerentemente para provocar su reacción. Conseguí que envidara a la “grande” cuando, con sutileza y especial encanto, acercó su boca a mi nuca, deslizándola poco a poco hasta llegar a mi cuello. Sentí un inolvidable escalofrío que hizo estremecer cada poro de mi piel. Dejé que siguiera, que se llevara su envite. Fue un momento de debilidad consentida.
Continuó la jugada con el siguiente envite: comenzó a susurrarme indeterminadas palabras muy cerca del oído produciéndome un húmedo cosquilleo que me volvió más frágil. No pude ni responder. La “chica” también fue suya.
Mi mente, que hasta ahora había estado absorta en sensuales pensamientos, dirigida hacia senderos prohibidos, se despertó de un dulce pero peligroso letargo, devolviéndome mi instinto ganador, mi fe en la victoria. Salí de la cabina aceleradamente consiguiendo ganar mis envites a “pares” y “juego”.
Dos días más tarde recibí su llamada: necesitaba verme. A pesar de mis continuas negativas accedí a sus súplicas.
Nos encontramos frente a un cine. Ella, palomitas en mano, me envidó a la Sala 1. Con mis tres “cerdos” no sólo acepté la apuesta sino que la superé. “Prefiero la 2” , repliqué. Sumida en su deseo accedió. Sabiendo que sus cartas eran malas porque estaba impregnada de mí, me arriesgué al “juego” al salir del cine despidiéndome con un frío adiós.
Y llegó la última mano. Las cartas en mi poder; ella me llamó para que las repartiera. Me pidió vernos en su casa. No accedí. Me pidió quedar en la calle. Tampoco accedí. En los “pares” dijo que vendría a verme y yo asentí con picardía.
Para hacer más intrigante el “juego” definitivo, la invité al lugar prohibido para acabar allí la partida. Subimos con pasos firmes y decididos, aunque no exentos de tensión, entre ausencia de complicidad hacia mi estancia preferida.
Ocultos en la más sumida intimidad dilucidamos el último “juego” convirtiéndolo en el más intenso que yo nunca he disputado. Ella “echó todas” confiada en sus fundadas posibilidades de victoria, ya que, como más tarde supe, llevaba la “una”. Me puso en una encrucijada al darme a elegir entre un sí o un no, un te quiero o un adiós; ver su órdago o no verlo. Miré mis cartas, las saboreé y las fijé en mi mente para siempre: un siete, otro siete, un tercero y una sota. La “real” en mis manos y una leve y ácida sonrisa dibujada en mis labios. Gracias a ella podría romper su “una” a pesar de ser mano sobre mí. Lancé con arrogancia las cartas sobre la mesa al tiempo que de mi boca un no rebosante reflejó mi victoria final.


PARTE VIII

Claridad y silencio. Silencio y claridad. Aire, brisa, calor. Blanco, todo blanco, fuera y dentro, arriba y abajo, a derecha y a izquierda. Lo veo todo. Mi alrededor se compone y restablece. Estoy yo, sólo yo, en medio de un confortable vacío lleno de intensa luz. Floto, floto. Envuelto, protegido. Sigo flotando. ¿Todo ficción figurada?
Ahora oigo. Sí, oigo algo. Pequeños susurros se introducen en mi interior. Me llevan flotando, volátil pluma, hacia un suave murmullo. Flota, flota, flota, me animan, flota, flota. Yo floto y sigo flotando.
Suavemente mi cuerpo se deja caer sobre algodones. Sobre ellos un brillante luminoso. Forma una palabra. La partida. Me introduzco en ella. Susurros me piden que vuele. Vuelo, vuelo. Calma, quietud, sosiego.
Fin del trayecto. Frente a mí una mesa y una baraja de grandes dimensiones. Cojo mis cuatro cartas. Las miro. En todas aparezco yo, sólo yo.
Vuelo, floto. Calma, tranquilidad. Mi cabeza libre, mi mente despejada. Regocijo, libertad. Claridad, claridad, luz, luz...



Me levanto de la cama para limpiar mi cuerpo con agua clara bajo una ducha caliente. Tras vestirme, mi impaciente espíritu, amante de riesgos y aventuras, hace que me dirija hacia un teléfono. Marco los siete números escritos en mi agenda. Al otro lado del auricular, una voz femenina me pide mi nombre y D.N.I. Tras dárselos, le pregunto a qué hora sale el autobús. “A las cinco”, me responde.

Un inocente juego de cartas; envido y cinco más, me sirve de distracción en aquella familiar sala, ahora blanca, blanca, blanca.

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