El teatro a la calle
Son las doce de la mañana, la hora prevista. Allí estamos todos, todos los que queremos protestar ante una situación descabellada, ante una fantasía inimaginable que quieren convertir en realidad unos pobres infelices. La obra teatral que quisimos representar en la plaza Juan XXIII y que fue rechazada por lo que nosotros ya considerábamos una nueva Santa Inquisición fue la excusa para el encuentro que ahora nos disponemos a vivir.
Parece mentira, le dije a Felipe, el protagonista de esta representación (con la que buscábamos simplemente acallar conciencias, despertar mentes oscuras y detener a los caminantes estresados en una mañana laboral). Es una gran putada, no nos dejan hablar. Y no nos dejaron quebrantar el orden impuesto en la calle por coches, motores ruidosos, gritos y desilusiones... Pensamientos iniciales que nada tiene que ver con una realidad que asumimos días más tarde.
El grupo teatral lo componíamos cuatro personas, Felipe, el protagonista y sus dos contrincantes en escena, Yoli y Carlos, y yo como autor y director. Los cuatro nos sentimos defraudados porque nos dimos cuenta en ese momento (evidentemente, intuir lo intuíamos) que la libertad absoluta nunca ha existido y probablemente nunca existirá.
Procedentes de un centro
de interpretación bastante vanguardista, rompedor incluso para los tiempos que
corren, los cuatro fundamos una pequeña compañía, con la que debutamos en
diversos espacios escénicos de difícil catalogación. Las notas comunes: las
reducidas dimensiones y un aspecto más que alternativo a los convencionalismos
de las grandes redes teatrales.
Yo me dedicaba a escribir y a dirigir. Apenas pisaba los escenarios, esa labor estaba destinada a Felipe (de lágrima fácil, circunstancia que le servía para apadrinar personajes pasionales), Carlos (fuerte complexión, rudo en ocasiones y de voz penetrante y radiofónica) y Yoli, una chica de grandes dotes interpretativas capaz de meterse en el pellejo de una monja, una profesora, una drogata o una puta de Vallecas.
Los cuatro, y tras leer un texto escrito para el grupo en base a una inspiración nocturna que no quiso abandonarme nunca más, decidimos sacar el teatro a la calle. Esto no es algo novedoso.
Acabamos por casualidad en una localidad de aspecto
cuanto menos extravagante, donde la gente hablaba sola, donde la comunicación
interpersonal era reducida y basada en convencionalismos. Este municipio
parecía apartado del resto, del resto del mundo, de todos los restos. De hecho,
su temperatura era más elevada que la de comarcas limítrofes. Falta calor
humano, pensé yo, pensamos los cuatro. También observé ausencias en las
miradas, y noté un silencio roto sólo por los coches y por los pasos firmes y
robotizados de los caminantes. Silencio y ambiente gélido, dos notas que
cubrieron nuestras mentes.
Nosotros quisimos romper con todo ello y para hacerlo
correctamente, nos dirigimos a la autoridad, a la cabeza visible (al edil o
presidente local). El permiso verbal fue denegado. Aquí no se juega a hacer
teatro, me confesó su secretaria con un tono que denotaba cierta
insensibilidad, la misma que recorría las calles de este extraño pueblo, que ni
siquiera aparecía en el mapa.
Nos fuimos a un hostal, al único hostal. No había ni
prensa ni televisión. Así lo mandan las ordenanzas, nos dijo un hombre que
hacía las veces de botones, recepcionista y director. Allí, en una de las
habitaciones (todas estaban vacías), en la que nos hospedamos redactamos un
escrito, una petición en la que solicitábamos el permiso conveniente para poder
representar nuestra modesta obra. Tuvimos además que remitir el texto a la institución
local. Allí pasó un tiempo, apoltronado y escondido. Nuestra insistencia
telefónica y presencial dio sus frutos. Tras mantener los cuatro varias
reuniones con diferentes mandamases, nos
confirmaron lo esperado: lo siento, no podéis hacer esto de la manera
que me solicitáis. ¿De qué manera, entonces? No hubo respuesta, ni falta que
hacía, me dijo aquel agrio hombre, personaje perfectamente extraíble de una
creación de Tim Burton.
Mientras pensamos nuevas estrategias, decidimos profundizar en la idiosincrasia de este pueblo que ni tan siquiera tenía nombre y que sin embargo contaba con un número de habitantes que supera con creces nuestras primeras estimaciones. Pero ninguno de ellos quiso establecer un contacto verbal con nosotros, además del meramente formal. Nuestras cábalas eran infinitas, las que nos llevaron a descubrir una realidad que nos apabulló.
Por más que quisimos, no conseguimos que nadie nos ofreciera datos o información del pueblo. Ni tan siquiera logramos saber nunca cuál era su nombre. Muy extraño, estaréis pensado. Nosotros jamás desde entonces lo dudamos. Aquí pasa algo que me gusta un pelo, me dijo Carlos, que nos pidió a todos abandonar nuestra empresa. Yo especialmente me negué en rotundo. Quería saber qué pasaba allí. Si a través del contacto directo nadie había podido al menos refrescarnos nuestra curiosidad, lo tendríamos que intentar aprovechando coyunturas circunstanciales. Así lo hicimos.
Bibliotecas, hemerotecas, fuentes informativas de todo tipo... Un silencio histórico volvió a ser la tónica general. Todo dato había desaparecido, toda historia referente y referida al pueblo había sido eliminada por alguien, por los mismos que no nos dejaban sacar nuestro teatro a la calle, como supimos más tarde.
Logramos, tras un par de días, un pequeño resquicio, un hálito de esperanza ante tanta duda. Hallamos un censo de un par de años, censo que nada parecía tener que ver con la realidad actual. En este pueblo todo eran apariencias, todo se parecía a una realidad oscura, lúgubre que buscaba perpetuarse y extenderse al resto de la sociedad, en poco tiempo, en pocos días...
Basándonos en ese censo, nuestros cuerpos y mentes que
solían interpretar toda clase de personas, se tuvieron necesariamente que meter
un la piel de unos investigadores por cuenta propia. Desde el momento en el que
asumimos la decisión de llegar hasta el fondo, desde el preciso instante en el
que tuvimos el convencimiento de que aquello era una isla desde la que algún día
saldrían piratas al abordaje del gran continente, tuvimos conciencia de lo dificultoso
de la tarea, dificultad unida a un peligro que día a día se hacía evidente
porque empezábamos a ser sospechosos.
Nuestras pesquisas serlockholmianas nos llevaron al
boticario, al viejo boticario, ahora recluido gracias a la concesión de una importante
pensión (no sólo alimenticia) autorizada por el poder local, al que ya tanto
temíamos pero que al mismo tiempo nos hacía
más fuertes. Antonio Matalascañas, así se llamaba, nos habló de otros tiempos,
mucho más felices en los que una serenidad apacible era la línea habitual,
donde la tranquilidad sólo era rota por algún que otro turista. No como ahora,
que desde la invasión, son los coches y las gentes nuevas las que nos han
convertido en una nada, nos han aniquilado, nos han deshauciado... Antonio dejó
escapar una lágrima que quiso contener pero que no pudo evitar dejar escapar.
Impotencia y dolor sobre todo por la gente que no está, por la gente que ha
desaparecido, que ha sido eliminada, silenciada.
Fue la primera y única vez que vimos a Antonio
Matalascañas. Al día siguiente ya no había nadie en su domicilio. Sin embargo,
allí encontramos las respuestas a todas nuestras preguntas. Allí fuimos conscientes
de que una extraña milicia se había apoderado del pueblo, de su espíritu y
libertad. Así lo confesaba el boticario que en un escrito encontrado por
casualidad nos pedía que nos marcháramos, que nuestra presencia allí les
inquietaba y les haría actuar como de costumbre, con dureza pero en silencio.
También nos dejó un nombre, el de un famoso personaje, siempre cobijado en la
política democrática, desde la que había alcanzado cotas de poder gracias a su
convincente hablar y a una sonrisa cautivadora.
Era el líder, el jefe, el caudillo de esa milicia que
quería extender su influjo, sutilmente, a otros puntos geográficos para de esta
manera, y bajo el imperio de la sinrazón, llegar a transformarse en un gran ejército
de la mano de los adeptos que fueron cayendo en las garras del poder.
Supimos que el hostal donde nos hospedábamos era uno de los
centros de operaciones de la milicia. Los días, los pocos días que allí estuvimos
fueron suficientes para hacernos cargo de la situación, pero lo que no llegamos
a entender fue el hecho de que nadie antes se hubiera dado cuanta de esta
alarmante situación. La gente sólo mira para sí, sentenció Yoli. Era una rotunda
afirmación de su personaje en nuestro teatro de calle, desde el que pretendíamos
contrarrestar, no sin riesgos, asumidos por los cuatro, nuestro destino, dado
que aún podíamos hablar...
Yo creo, y pienso que estoy en la línea correcta, que nos dejaron llegar hasta aquí porque querían provocar una situación límite, para así tener una excusa aceptable socialmente con la que nos podrían liquidarnos sin el temor de perjudicar su entorno de aparente tranquilidad, sin el temor de levantar sospechas fuera del pueblo, convertido ya en un refugio en el que sólo se vivía para imponer un nuevo orden.
Son las doce
de la mañana, la hora prevista. Allí estamos todos, todos los queremos protestar
ante una situación descabellada, ante una fantasía inimaginable que quieren
convertir en realidad unos pobres infelices. La obra teatral que queríamos
representar en la plaza Juan XIII y que fue rechazada por lo que nosotros ya
considerábamos una nueva San Inquisición fue la excusa para el encuentro que
ahora nos disponemos a vivir.
Nuestro teatro en la calle ha sido superado por un teatro impuesto en la calle, el teatro real que ellos han impuesto y del que allí no podremos escapar...
Quizás es demasiado tarde para escapar, pero nunca para callar, para protestar, para decir, para hacer, para interpretar...
Nuestro teatro en la calle ha sido superado por un teatro impuesto en la calle, el teatro real que ellos han impuesto y del que allí no podremos escapar...
Quizás es demasiado tarde para escapar, pero nunca para callar, para protestar, para decir, para hacer, para interpretar...
No hay comentarios:
Publicar un comentario